La dramaturgia como práctica de fe o como fe práctica (VI)

“Debió ser – nadie recuerda apenas casi nada – una cuestión de deseo”. Alberto San Juan.

Mucho podemos conversar sobre el contacto de la figura del autor con otro(s). Aparecen en ese encuentro infinitas posibilidades. Una de ellas es la que desemboca en la dramaturgia del actor. Familiarizarse con el concepto implica percatarse de cuán distinto, voluble y volátil resulta. Obras que ven la luz tras años de investigación colectiva sobre un tema, escritas a raíz de ensayos donde las ideas fueron compartidas e improvisadas por todos, filmadas y volcadas finalmente en un guión que termina por asumirse como texto; actores que construyen personajes inspirando la escritura, actores que componen unipersonales sobre textos propios… Todas son válidas. Logran resultados tan interesantes como distintos. No obstante, cada obra merece un análisis pormenorizado. Si investigamos un poco, a menudo descubriremos que en un momento dado alguien se queda fuera y comienza a observar. Toma notas. Trata de entender qué sucede y qué no. Por qué. Ese observador quizá termine adquiriendo una responsabilidad como autor y/o director más o menos explícita. Lo interesante de este tipo de creaciones son las soluciones halladas en el camino para alimentar la búsqueda. Las excusas ofrecidas para una improvisación, el registro puntual de un día en el que el espacio se dispone de modo diferente, el momento en el que la ausencia de uno de los actores se convierte en parte de la trama… Lo imprevisible suele ser la parte más activa y fructífera. Ahí, en esa ambigüedad, surgen las metáforas y claves que determinan el ritmo y la puesta en escena. El producto final suele ser un collage, un rompecabezas poético donde el argumento es una excusa para mostrar hallazgos plásticos o interpretativos, cuyos aciertos, con suerte, se imponen al texto. Siempre habrá excepciones. Suelen ser las que cuentan con un responsable de la dramaturgia.


Muy otro es el resultado de los trabajos donde la dramaturgia actoral es un ingrediente clave pero no determina ni coarta la escritura. Uno de los ejemplos más significativos es La omisión de la familia Coleman[1], de Claudio Tolcachir, obra estrenada en agosto de 2005 que a día de hoy sigue en cartel en Buenos Aires. Cuando se estrenó la prensa hizo especial hincapié en dos cosas. Por un lado, el espacio alternativo y realista en el que se presentaba: el fondo de un PH del barrio de Boedo al que el público accedía tropezando con los vecinos del inmueble para atravesar el salón de los Coleman y sentarse en una platea que no podía estar más próxima a los actores. Por otro, siendo la primera obra que Tolcachir escribía, se explicaba que el grupo había improvisado durante casi un año en la casa del director, en todos sus ambientes, estuvieran siendo o no observados, buscando recursos para crear sus personajes a partir de unas pocas nociones dadas sobre sus roles. El trabajo de los actores en ese tiempo no pudo ser más creativo y despreocupado. Su objetivo era entenderse a solas con el personaje que tenían entre manos y ver qué sucedía cuando se encontraba con alguien en la casa. De qué hablaban, cómo, qué no se contaban, a quién esperaban, cómo se ocupaban… Muchos de esos ingredientes forman parte del impecable texto final. No obstante, hay algo fundamental que siempre destacamos: la escritura del texto fue solitaria. En un momento dado las improvisaciones se interrumpieron y Tolcachir asumió, por primera vez, su rol de dramaturgo. Construyó una historia con los personajes que tan íntimamente había conocido en ese tiempo de improvisaciones. Un texto donde se ponían en juego las complejidades, los defectos, los secretos y, sobre todo, sus vulnerabilidades. Para ello no se sirvió de las excusas empleadas en las improvisaciones, es decir, no generó un pastiche a partir del material acumulado en ese año. Escribió escenas donde lo acontecido quedaba reflejado en situaciones dramáticas solventes de exquisita síntesis, dosificando el flujo de información para que, de a poco, el público desgrane lo que los personajes no llegan a decirse.
Tuve la suerte de estar presente en la primera lectura completa que realizó el elenco. Once años después aún recuerdo la sorpresa de todos al reconocer en el texto la esencia de lo que habían trabajado durante meses. El alma de cada una de sus creaciones había sido respetada y puesta al servicio de un relato donde mantenían la organicidad alcanzada. Se ha escrito mucho sobre esta obra y son varios los factores que la convierten en un fenómeno teatral pero, sin duda, la excelencia de su dramaturgia es uno de los principales factores para entender no solo su continuidad en cartelera, sino el compromiso artístico de un elenco que, después de tantos años, mantiene a casi todo su reparto original. El teatro, cada tanto, nos regala algún fenómeno de este calibre, una obra que supera todas las expectativas de quienes la hacen y quienes la ven. 
Kartun no pierde ocasión de citar y recomendar obras y autores contemporáneos en sus clases. El contexto inmediato favorece la proximidad y la relación directa con el trabajo de muchos. Ricardo Monti, Tato Pavlovsky, Alberto Ure, Ariel Barchilón, Daniel Veronese, Rafael Spregelburd, Claudio Tolcachir, Juan Coulasso o Sergio Blanco, aparecen como referencias de poéticas y métodos de trabajo consolidados en la perseverancia, la investigación, y, sobre todo, en sus modos personales de ampliar eso que algunos denominan “círculo de comodidad” y que Kartun identifica como “perímetro" relacionándolo con la instancia creadora y con el ámbito en el que aparecen, muy puntualmente, cada tanto, hallazgos que permiten la introducción de una mínima novedad en el uso de los elementos escénicos. La renovación o innovación aporta algo interesante y no perecedero cuando consigue resignificar, renombrar o simplemente iluminar desde otro ángulo un recurso que hasta ese momento todos veníamos utilizando de modo parecido. Cuando un creador logra eso, provoca una ruptura del perímetro en el que trabajamos y, por ende, de su ruptura, de su avance, a corto o largo plazo, todos saldremos beneficiados.
Independientemente de nuestros gustos personales, es necesario estar al tanto de lo que nuestro entorno ofrece, más si ese entorno resulta ser Buenos Aires, ciudad prolífica como pocas en lo que a gestas ficcionales se refiere. Afirma el director teatral Bernardo Cappa que esta ciudad “es un paraíso fiscal de verdades falsas” y que “cualquiera que empieza un curso de actuación en Buenos Aires sabe actuar, lo que necesita es convertir esa actuación en lenguaje poético”.[2] Algo debe haber de todo eso porque resulta innegable que la capital argentina funciona como epicentro de una producción teatral que no deja de multiplicarse pese a las muchas trabas que el nefasto gobierno de la ciudad impone a su desarrollo. A día de hoy son más de mil las obras programadas que anuncia Alternativa Teatral, la cartelera online por excelencia. 
Ahí va otro gran acto de fe para el dramaturgo: concebir su obra como una botella arrojada al mar. Aceptar que su marco de exhibición nunca estará en el mejor de los contextos posibles. Sin importar cuánto brillen por su ausencia las medidas de apoyo culturales que deseamos encontrar en las gestiones políticas de turno, ya sea porque abundan o escasean las salas donde mostrar nuestro trabajo, ya sea porque nuestro presupuesto de prensa es nulo y nuestra producción se materializa en esfuerzos proverbiales manoteados a nuestro día a día, lo cierto es que no hay país idílico donde el arte sea una actividad que pueda ejercerse permitiendo que sus trabajadores vivan dignamente. La paradójica meta sobre la que estamos aparentemente posados por ahora tiene más que ver con la posibilidad de desenvolvernos en la práctica de una vocación con la que nos identificamos y que logra que el territorio de lo sagrado esté presente en nuestra existencia consolándonos por el tiempo consumido en trabajos alimenticios.
La vocación se desarrolla, crece y fructifica contra todo lo demás, sí, pero también, junto a todo eso. Quizá somos los artistas que somos por esas dificultades, por la influencia que esas acotaciones no deseadas imponen en nuestras acciones. Podemos lamentarnos esperando la aparición de algún político todopoderoso que nos libere del yugo del sistema y sus métodos de producción capitalistas, o podemos asumir que somos parte de la trampa y las miserias del mundo y pretender, soñar, desear, depositar nuestra fe en que esta profesión, nuestras acciones y obras, sirven, cuando menos, para lograr que la humanidad no desaparezca bajo el zumbido tecnológico y el estrépito de las injusticias. Somos los encargados de arrojar al viento las semillas de lo poético. No es poca cosa. No podremos rastrear dónde cayeron, mucho menos si echaron raíces, si fructificaron o en qué modo, pero no debemos dejar de hacerlo. En esas semillas del arte, por ínfima que sea, sigue estando la poca esperanza que conocemos. Quizá ese sea el leitmotiv de nuestro credo.


m.trigo


[1] FICHA TÉCNICA. Texto: Claudio Tolcachir / Actúan: Jorge Castaño, Diego Faturos, Tamara Kiper, Inda Lavalle, Cristina Maresca, Miriam Odorico, Gonzalo Ruíz, Fernando Sala / Diseño de luces: Ricardo Sica / Fotografía: Giampaolo Samá / Diseño gráfico: Johanna Wolff / Asistencia de dirección: Macarena Trigo / Prensa: Marisol Cambre / Producción ejecutiva: Maxime Seugé, Jonathan Zak / Dirección: Claudio Tolcachir. 
[2] Cappa, Bernardo. “Buenos Aires: Paraíso Fiscal de Verdades Falsas”, Detrás de Escena, pp. 17 – 22. Ed. Excursiones, Buenos Aires, 2015.